En
nuestra vida diaria, la influencia de nuestras emociones tiene una gran
importancia. A medida que vamos creciendo y evolucionando, nuestro entorno y
nuestra personalidad también lo harán. Debemos aprender que las cosas cambian y
que hemos de adaptarnos a esos cambios. Éstos pueden originar miedo y el miedo
en la mayoría de los casos nos limita y bloquea por lo que hemos de saber
controlarlo.
Por ello, es muy importante conocer las emociones que
sentimos para poder identificarlas, tanto las nuestras como las de los demás,
lo que nos facilitará desarrollar nuestra empatía.
Paul Ekman (1972) determinó las emociones primarias o
básicas como innatas y universales, es decir, comunes entre las personas de
todas las culturas. Estas serían: la alegría, la tristeza, el asco, el miedo, la
ira y la sorpresa. Estudios posteriores a Ekman, en la década de los 90,
añadieron a la lista de estas emociones las llamadas emociones secundarias. Éstas
son aprendidas y derivadas de las primarias. Por ejemplo: orgullo, amor, envidia, celos, vergüenza, culpa.
Todas ellas son igual de importantes y necesarias para un
desarrollo vital e integral óptimo en el individuo. El progreso de este
desarrollo producirá un aumento en la inteligencia emocional, en el razonamiento
reflexivo e incluso potenciará la capacidad de creatividad, así como la
autoestima del sujeto.
Es importante determinar qué origina y desencadena una
emoción en particular (estímulo externo por el ambiente o estímulo interno por
el pensamiento) y detectar dónde se manifiesta en nuestro cuerpo, con la
finalidad de reconocer los primeros síntomas de dicha emoción. Por ejemplo: dolor de cabeza ante una negación, dolor de estómago ante el miedo…
Durante los primeros años de vida, los niños aprenden
mediante la observación de su entorno (aprendizaje vicario) todas aquellas
conductas por parte de sus padres y familiares, educadores y sus iguales
(amigos, compañeros de clase), adquiriendo experiencias que fomentarán su
desarrollo.
Asimismo, descubrirán emociones experimentándolas y
expresando lo que sienten sin reprimirlas, tanto las emociones llamadas
positivas como negativas que se manifiestan en función del bienestar o malestar
que genera en nuestro organismo.
Señalar al respecto que en ocasiones una emoción calificada
como “negativa”, como sería el caso del miedo, puede prevenirnos de un posible
peligro y salvarnos la vida.
También es muy importante que aprendan a gestionar las
emociones a edad temprana, de forma que éstas no controlen su vida como suele
ocurrir en la edad adulta en la mayoría de los casos.
A lo largo de la infancia, se pueden adquirir estos
conocimientos y descubrimientos a través de diferentes dinámicas o técnicas
(individuales y grupales) y juegos variados, a partir de las experiencias experimentadas
en la vida cotidiana del niño, así como propiciando situaciones que generen
determinadas emociones.
Algunas pautas y recomendaciones tanto para los educadores
como para los padres, con el fin de desarrollar la inteligencia y educación
emocional de una manera efectiva:
· Ayudar al niño en el proceso de identificación
de las emociones, explicándoles que no son buenas ni malas (sólo si se dieran
en exceso) ya que todas son necesarias e importantes. Enseñarles a expresarlas
y a gestionarlas.
· Motivarle siempre para que aprenda a resolver
sus problemas y brindándole la ayuda y el apoyo necesario.
· Reconocer, reforzar y valorar su esfuerzo por
hacer bien las cosas, así como señalar cuando comete un error, explicándoselo.
Hacerlo siempre desde el cariño y sin faltar el respeto ni como crítica ya que podría
afectar su autoestima. Enseñarle que equivocarse forma parte del aprendizaje.
· Fortalecer y potenciar sus puntos fuertes así
como mejorar los débiles.
· Es fundamental no etiquetar al niño ni
compararle con otro.